martes, 31 de enero de 2012

Visión Global Service Jam


Parece que fue hace mil años, pero estos días se cumple el primer aniversario de la primera Global Sevice Jam (link: http://www.globalservicejam.org/) realizada en Zaragoza. Aquel curso de diseño que nos cautivo durante un fin de semana cualquiera. Está claro que ha dejado huella, más o menos profunda, en todos los participantes y en especial en los novatos estudiantes de diseño industrial  que fuimos a ver de qué iba el asunto. Y este escrito no puede venir más a cuento, porque finalmente, y tras serias dudas acerca de ello, el 24 de Febrero de este año se repite la GSJ-Zgz, en su segunda edición.

Ahora se ve todo muy bonito en la distancia, pero que un día de resaca te despierte ‘California Waiting’ sonando a todo volumen en tu teléfono móvil, no parece ser una llamada con buenas noticias a esas horas del mediodía.  “…venga apuntaos. Es sobre diseño de servicios y…” ¿Diseño de servicios? ¿Qué será eso? ¿Diseño de urinarios?  Pues oye, resulta que no, que no era eso.

Llegamos allí pensando en dónde nos habíamos metido, qué era eso y si ‘funcionaría’ el fin de semana.

“… el mundo en el que estamos, que prima la producción. Pero,  ¿Por qué no, en vez  de producir y crear nuevos productos físicos, no damos nuevos usos a los objetos que ya tenemos a nuestro alcance?”, dijeron en la primera jornada de la GSJ (no confundir con JMJ, jornadas de otra índole espiritualmente distinta).  Está fue la primera idea que me hizo abrir los ojos, desde el punto de vista del diseño. Y digo ‘me’ como podría decir ‘nos’. En la universidad siempre habíamos hablado de producir, producir, crear, fabricar… pero nunca de replantear actividades, redistribuir, organizar o simplemente crear algo nuevo que responda a la necesidad de un cliente o usuario, sin basarnos en el objeto físico. Esto fue lo que realmente me atrajo del proyecto.

A partir de aquí todo fueron grupos de trabajo, creación y nuevas ideas de servicio, gente nueva, Raffaella Carrà, más ideas y cómo no, post-its. Muchos post-its.





  


Como resultado, salieron ideas de servicio muy buenas, buenas y otras menos buenas. Pero el saber que estas se presentaran a nivel global, (el evento se celebra en  decenas de ciudades de todo el mundo a la vez), y el buen clima de trabajo en el que se habían forjado hicieron que la competitividad quedara en segundo o tercer plano. Los organizadores cercanos a nuestro trabajo e involucrados tanto o casi más que nosotros, no hicieron más que poner las cosas fáciles y conseguir que disfrutásemos más aun si cabe del fin de semana. No se puede decir nada malo. Bueno sí. El horario mortal del domingo por la mañana. Pero eso queda ya en la conciencia de quien salió aquel sábado de hace ya casi un año. Y si aún me acuerdo será porque realmente el aquel fin de semana ‘funcionó’.

                                       


Javier Gándara, Zaragoza, enero de 2012                 

domingo, 29 de enero de 2012

Febrero, cada día te odio más


Febrero es uno de los tres meses más odiados por cualquier universitario que se precie, en los que siempre, siempre y siempre se te ocurren mil y una cosas más interesantes que hacer antes que estudiar (véase este artículo).

Tal y como yo entiendo que “debería” de ser, hemos elegido cursar una carrera que nos gusta, nos atrae, nos motiva. Y ahora es uno de esos meses en los que tenemos que demostrar lo “aprendido” durante este curso. ¿Si es época de estudiar lo que realmente me gusta, me atrae y me motiva, porque le tengo tanto asco al segundo mes del año?

Mi respuesta es la siguiente. Nos equivocamos en el objeto a odiar. No odiamos febrero. Ni tampoco los exámenes. Odiamos la evaluación.
Odio que un “ser superior” tenga que evaluar continuamente mis conocimientos adquiridos por medio de sus ridículos métodos con el único fin de despersonalizarme y redefinirme con un número, una nota. Para ellos eso es lo que soy. Una nota que sirve para establecer un método comparativo entre seres humanos que se han sometido a sistemas de evaluación. Un método para saber quien es el listo y quién el tonto. Un método discriminatorio. Un método estúpido.

Entonces ¿por qué no identificamos la evaluación como algo absurdo y ridículo? Porque hemos sido educados para asumir nuestra constante sumisión ante una evaluación ejercida por un ser superior. Siempre superior (¿por qué no inferior?).
A lo largo de toda nuestra vida nos encontramos con situaciones en las que alguien valora numéricamente tu capacidad para realizar algo.

Oposiciones. Un tribunal te valora numéricamente tu capacidad para ejercer un determinado trabajo.

Puntos del carnet de conducir. Tu capacidad para la conducción dependerá de que tu carnet de puntos no se quede a cero.

Selectividad. Una serie de profesores te pondrán una nota en función de los conocimientos “aprendidos”. Dicha nota te limitará la elección de tu carrera universitaria. Tu futuro.

Seamos críticos. No asumamos la sumisión como modo de vida.  El pensamiento es lo único que nos hace libres. Y como el eterno diría, no dejemos que nos insulten con sus notas.


Isabel Jiménez, Zaragoza, "febrero" de 2012


jueves, 26 de enero de 2012

Fotocopias

Eh, tú, sí, la de la camiseta de rayas, tú. Ven aquí, maja. Y tú vas. Obviamente. Vas tan deprisa como si  te retropropulsara un motor subatómico: el entusiasmo. Te señalan un montón de papeles (en el sentido más absoluto de la palabra montón) y te dicen podrías hacerme fotocopias de eso, por favor.

Fotocopias. Esas cosas que escupe la máquina del final del pasillo, bajo el extintor junto a los baños. La máquina, que está ahí y que tú siempre has pensado que es la excusa perfecta para que parezca que haces algo. Quizá porque la chavala del despacho de al lado (metro ochenta, melena al viento, Blanik) usa la fotocopiadora para espiar al chico de mantenimiento, que lo único que tiene de llamativo es un destornillador de treinta centímetros (de la mano).

Claro. ¿A doble cara? Por preguntar, que no quede. A veces es mejor parecer tonta que demasiado lista. Hubieras preguntado si las quería con aroma a frutas o quizá coco, pero tampoco es cuestión de pasarse. Después de todo, llevas dos semanas sentada en la misma silla mirando a las musarañas y no quieres que se descubra que en realidad no eres necesaria. De sobra sabes que nadie lo es.

En el trayecto a la fotocopiadora te cruzas con el jefe del departamento ACME que crees que te sonríe y te da los buenos días. Luego la chica que trabaja sentada frente a la mampara, en el despacho frente a la escalera, hace como que te observa pero no te dice nada. Esta chica, supones, hace lo mismo con todo el mundo. Es la maldición de trabajar junto a la escalera: te conviertes en el control de paso. La fotocopiadora, tu gran amiga, está esperándote. Habéis pasado muchas horas juntas en los últimos días. Se ilumina de la emoción y ronronea con cierto cariño. A todo el mundo le gusta saber que le echan de menos. Sólo tú la ves a ella como algo más de lo que es. Y ella a ti.

Mientras la máquina trabaja (ñuuu, chachá, ñuuu, chachá) piensas que hoy será el último día que haces esto. Ahora volverás a tu sitio, junto a la ventana detrás de la columna y alguien te necesitará. Te verá y te encargará algo que tú y sólo tú podrás hacer y serás realmente útil. Volverás a casa pletórica y satisfecha, llamarás a tu madre y a tus amigas y podrás decir que has vuelto cansada de trabajar, que es diferente a volver de trabajar cansada.

La fotocopiadora se interrumpe, leyendo tus pensamientos. El botón verde y redondo parpadea confuso. Te está guiñando el ojo pero en realidad tiene la mirada triste. Te recuerda que esto ya lo pensaste ayer. Y antes de ayer. Escupe la última copia del montón y se apaga. Sin la luz de la fotocopiadora eres una sombra en el pasillo. Quizá esa luz sea la que única que permita verte y no eres visible bajo ninguna otra. El chico de mantenimiento sube por la escalera con su destornillador. La chica de los Blanik viene casualmente por el fondo del pasillo con su banda sonora particular. Cloc, cloc, cloc. Tiene estilo, la tía, piensas cuando os cruzáis delante de la chica que casi todo lo ve. Ves la sonrisa del chico de mantenimiento reflejada en la mampara, mientras que la chica que hay al otro lado tiene el ceño fruncido.

En ese cruce de miradas nadie ha reparado en ti. Nadie te ha mirado. Nadie te ha visto. Como las últimas dos semanas en tu mesa detrás de la columna. Piensas en el destello apagado de la fotocopiadora. Ella sí que sabe. La de los Blanik tiene estilo, pero tú tienes un superpoder.




Natalia Pérez Cameo, Zaragoza, enero de 2012






martes, 24 de enero de 2012

La necesidad impuesta


Un grupo de amigos, sentados en una cafetería delante de unos refrescos. No parecen llevarse mal pero no hablan, simplemente miran sus móviles y escriben en sus pantallas, mostrando más interés a lo que hay al otro lado del aparato que a quienes tienen a su alrededor.

Seguro que no soy el único a quien le suena ésta situación, pero en ocasiones siento que soy el único que no la entiende.

Los avances tecnológicos, independientemente de su finalidad (salvo que ésta sea destructiva, incluso a veces también) son muy bien acogidos por la sociedad, y lo son en mayor medida cuando es la propia sociedad, el individuo medio, quien disfruta en primera persona de esos avances. Uno de los que más nos han “llamado la atención” en los últimos tiempos ha sido la llegada de los smartphones, y como sujeto más representativo, el iPhone de Apple, con sus correspondientes y sospechosamente efímeras actualizaciones.

Estoy seguro de que quien pensó en este tipo de teléfonos móviles se imaginaba a un empresario con mucho trabajo acumulado intentando aligerar su carga ayudado de una herramienta tremendamente útil. En ningún momento se le pasó por la cabeza pensar en un adolescente utilizando una pieza tan valiosa de nuestra tecnología para, simplemente, cumplir con un estándar que la propia sociedad ahora intenta exigir. Y no es otro que el de estar a la última. Un producto de ayer es un producto obsoleto, aunque funcione, no sirve.
Nos han intentado convencer, con mucho éxito, por cierto, de que necesitamos tener lo más nuevo, lo mejor, porque de lo contrario no estamos completos como personas y se nos considera unos parias.

No pretendo juzgar a nadie. El capitalismo y la sociedad “libre” en la que vivimos nos dan el derecho a poder gastar nuestro dinero en lo que queramos. No es de dinero de lo que estoy hablando aquí, es una cuestión de contradicción.

¿Cómo puede ser que algo creado para comunicar, para acercar personas, nos aleje tanto? Es puro vicio, hemos convertido el vicio en necesidad, entre todos. Y así, excluyendo a quien realmente lo necesita para llevar a cabo su trabajo, por ofrecer un servicio multitarea, ¿al resto de nosotros qué nos aporta portar una de estas joyitas? ¿Felicidad? Creo que antes de existir ya había gente feliz. ¿Comunicación? La teníamos con un teléfono normal, en todo caso nos privan del placer de tener una conversación decente en persona. ¿Libertad? Mejor no responder a esa pregunta, quien no sea esclavo de su Smartphone y lo mire cada 2 minutos es merecedor de todo mi respeto y admiración.

En resumen. La innovación bien entendida es todo un lujo y hemos de saber aprovecharla, pero no está de más pedir dos dedos de frente para de vez en cuando decir NO a todo lo que nos llega.



Saúl Izquierdo. Zaragoza. Enero 2012.


lunes, 16 de enero de 2012

Ruido

La voz se escapa entre las líneas.

Voces que deberían hablar de algo se encuentran ocupadas en callar. Las hemos ocupado en no hablar de aquello que no se quiere escuchar. Aquellas voces que querían vivir la vida en lugar de ganársela. Voces que leían entre las líneas en lugar de huir de aquellas bocas que callan.

Vergüenzas que se avergüenzan.

Hombres calvos que solo tienen que pasarse el peine a la cartera. Carteras que dictan discursos desde dentro de párrafos que se encuentran escritos por todas partes. Escritos con tinta de capricho y de supervivencia allá donde los ojos puedan leer. Para que sea menester de todos leerlos y aspirarlos.

Primeras planas a todas horas.

Excesos de trabajo que exudan plusvalías.

Discursos que escuchados justifican lo injustificable, cualquier modo vale te repiten. Sálvese quien pueda, hasta machacarte la ilusión. Parafernalias en las que se perdieron las entrañas de la voz.

Escritos que trabajan desde el cinismo monetario. Defensores de una razón que suprime el pensar y devasta la esperanza y lo convierte en paramos de trabajo. Donde sembrar pensamientos que huelen a verdad. Los mismos que te llamaran pornógrafo por creer en lo que haces, serán los que no dudarán en engañar a sus parejas. Las agallas del valor y la vida real las disolvieron en esas tintas que promulgan un silencio sempiterno.

Silencio que no tolera emociones ni heroísmos.

¿Vas a creerte ese silencio?

Levanta las cejas de incredulidad.

Alza esa voz que se te ha olvidado que puedes tener.

Una voz que no cree en los guardianes de la verdad. Que encuentra anatemas esos discursos.

Voces que no habitan en ningún lugar concreto, pero que se atreven a huir de la esclavitud de esos discursos atreviéndose a denunciarlos. Que se atreven a fallar, que buscan encontrarse a sí mismas, que disfrutan de sus raíces, voces que tienen principios, voces que ríen a carcajadas, y que se atreven a pelear.

Esas voces torpes, como solo el contexto y la sinceridad saben serlo.

No es el ruido el que domestica el silencio. Porque al final son las palabras que dices las que se oyen. No dejes que sea su silencio el que se apodere de ti. Las masas ruidosas son peligrosas para los que perdieron el pelo en sus estreses. Más peligrosas para todos son las muchedumbres silenciosas que defienden el silencio de otros.

Hace falta muy poco para romper el silencio.

Tan sólo una voz.

La que se te ha olvidado que tienes. La que han intentado domesticar a base de “bien” de dogmas y trabajo duro. Acallada a través de tantas promesas para que ese silencio que tanto trabajo les ha costado construir, no lo puedas destruir.

Te intentarán tirar al suelo.

Que no puedan impedir que te levantes.

No dejes que te callen.


Gabriel Jiménez Andreu, Zaragoza, 2012



jueves, 12 de enero de 2012

Novedades

Eres nueva. Lo nuevo tiene el mágico efecto de llamar la atención. Pero también tiene el riesgo de que sólo pueden darse dos opciones: o caes bien a la primera o tendrás que luchar mucho para ello. Es difícil elegir de qué lado quieres estar y la verdad es que no es a ti a quien le corresponde dicha decisión. Tú sólo eres como eres y como no sabes ser de otra manera, pues no hay otra salida.

Lo único que puedes hacer es intentar ser  íntegra en la medida en la que el entorno te lo permite. Cuando empezaste el instituto, allá en la época del acné y los cambios de voz, tenías que llevar ropa guay y hacer unas cuantas tonterías. Claro que en ese momento de tu vida prácticamente se trataba de sobrevivir y ahora ya sabes que nadie se muere por caerle mal a otro alguien… Pero este juego ahora tiene otras reglas.  No te sirve el truco de la ropa y tampoco el del peinado. Fumar ya no es políticamente correcto y según dónde te metas tampoco  es un acto social. Te quedan la conversación y los modales. Por conversación se entiende que cuando alguien te habla seas capaz de contestarle de manera fluida y que pasados cuatro días ya no se te salten los colores para iniciar tú un intercambio lingüístico. Por modales quedan descritos el tono, la velocidad y el registro idiomático que usas. Vamos, que si un jefe te pregunta qué tal el fin de semana, no le digas pues me agarré un tajadón de la hostia y no veas  qué manera de echar la pota el sábado.  Puedes adorarlo con una sonrisa, encogerte de hombros y limitarte a decir bien, con los amigos un rato, a ponernos al día, que ahora ya no nos vemos tanto.

Luego, cuando llegues a casa, pensarás pero quién me mandaría a mí ser tan seca, joder, si él sólo estaba intentando ser simpático. Pero al día siguiente te haces la simpática tú y parece que tampoco estaba bien hecho. Plan B: el magnánimo silencio que precede al bueno, yo es que soy nueva. Así un día y otro, donde fueres haz lo que vieres y qué pensará esta gente de mí, yo que voy más perdida que un pulpo en un garaje y no se hacer la O con un canuto. Y como cada vez que empiezas algo nuevo, la suma de los días se te sale de la cuenta y a lo que te quieres enterar ya no te sirve este recurso. Más bien, es que ni siquiera quieres usarlo.

Porque un día te levantas y no es a ti a quien le dan las collejas en el pasillo, sino que eres tú quien reparte el bacalao. Lo malo es que a eso también hay que aprender, pero por algún diabólico motivo, es mucho más fácil. Será porque ya sabes lo que se siente, y te das cuenta de que, realmente, no era para tanto. Miras al nuevo y piensas ahhh, así que era así como me veían a mí. Quizá te sorprenda el descubrimiento. Ahora deja de mirarte el ombligo, anda, que a los nuevos tampoco se les da tanta importancia.

Natalia Pérez Cameo, Zaragoza, enero de 2012



domingo, 8 de enero de 2012

Poder y cultura

El Estado moderno es el gran creador de la homogeneización cultural.

Lo lógico sería que primero existiese la nación y en consecuencia surgiese el Estado, pero en realidad la nación actual es una creación del Estado. El Estado precede a la nación. Es a partir de la Revolución Francesa cuando nace el Estado-Nación. La creación de la nación surge como un método de democratización del Estado, del Poder. Identificando la nación con el Estado se pretende fundir a ambos y fomentar la pertenencia del uno al otro y la integración del uno en el otro. Extendiendo el Estado a toda la nación se pretende llegar a clases y estamentos que antes habían permanecido olvidados por las élites dirigentes. 

Esta democratización, está expansión del poder político, sólo era posible si se contemplaba a un único pueblo como propietario de éste: como soberano. Así pues, para que esto resultase posible se debía contar primero con este pueblo, con esta nación, pues constituía la base en la cual debía asentarse la creación del nuevo modelo de Estado. Era necesario construir la nación para dotar al Estado de Alma. Crear una conciencia nacional desde arriba implicaba unificar y homogeneizar, crear lazos de unión donde antes no los había, o al menos donde no se manifestaban.
 
Construir la nación era el modo de fortalecer el Estado, de encontrar un fundamento en el que basar la legitimidad del poder político. Así pues, la nación/cultura se concibe como una herramienta del Estado. Pero a la vez supone un modo de integración social, de creación de nexos de unión, de lazos de solidaridad, y de vínculos fraternales entre individuos hasta entonces ajenos.

El fin último es una sociedad fraternal y de solidaridad mutua entre sus miembros en la que se sientan responsables unos de otros y unos ante los otros. La consecuencia debía ser esa nación de hermanos libres e iguales a la que conducen la libertad y la igualdad del lema francés (la introducción de “fraternité” precedida por las anheladas “liberté” y “egalité” en el lema francés aparece formulada como la consecuencia lógica de los dos primeros). Para ello se deja de ser súbditos reales para convertirse en ciudadanos. Se dice que  la soberanía ya no reside en el monarca, sino que es popular primero y nacional después. Se ha de crear pues una identidad nacional común, una cultura común.

El mecanismo utilizado para esta construcción nacional fue (al modo francés) la difusión de una cultura y lengua común a lo largo y ancho de todo el territorio que compone el Estado, es decir una lengua y cultura únicas para todo el Estado. Para ello se suele tomar como “cultura patrón” o “cultura estándar” la del grupo dominante.
 
Este proceso de homogeneización deriva de un pensamiento y un afán modernizador, pero el problema es que no se logran únicamente estos efectos modernizadores, sino que también han devenido consecuencias negativas. Por el camino se ha llevado a cabo una marginación de todo lo que no era lo “oficial”, se adopta una postura ciega a las diferencias y se discrimina a las minorías, desembocando así en la creencia de que dentro de las fronteras estatales se incluye una única identidad cultural. 

El Estado, durante casi tres siglos, ha ido en la dirección de considerar un requisito para su adecuada configuración la homogeneización social y cultural llevando consigo la transformación de una realidad plurinacional, plurilingüistica y pluricultural, en otra uniforme y homogénea para hacer coincidir territorio e identidad nacional/cultural, tratando de lograr la construcción de la identidad nacional común cimentándola sobre la cultura predominante. 

Debido a esto, se ha acostumbrado a confundir unidad con homogeneidad, e igualdad con uniformidad derivando en un sentimiento de desorientación moral y emocional frente a una profunda y desafiante diversidad. Por ello este medio no ha resultado eficaz.

Es por eso que abrimos una grieta más en el sistema a través de no-lugares como este, porque nos constituimos en minoría que resiste la asimilación.

Rodríguez, Argel 7-9, enero de 2012