viernes, 24 de febrero de 2012

Los hombres grises


Leíste Momo con 10 años, o puede que menos. Los hombres grises eran unos señores crueles que le arrebataban el tiempo a la gente y desaparecían sin dejar rastro.

Ahora, hay otros hombres grises en tu vida. No te encandilan para robarte tu tiempo, pero de una forma u otra, se creen señores de él. Existe una subespecie entre los estratos de la sociedad que vive totalmente integrada con ella y que, seguramente, si los conocieras fuera del mundo laboral, no notarías su verdadera naturaleza, como en V.

Son (con todos los respetos, que hay gente muy buena por ahí suelta) los comerciales. Son personas humanas, en efecto, que probablemente tengan vida aparte del alcance de su teléfono móvil.

Trabajan con horarios que nadie entiende, pliegan el tiempo como si fuera un acordeón y luego lo desdoblan con un ejercicio de papiroflexia digno de un ilusionista japonés. Nunca tienen tiempo para nada, siempre están conduciendo rumbo a la línea del horizonte (con lo que viven fuera de la ley, ya que estamos) pero siempre, siempre, siempre, harán que cualquier pequeño retraso sea culpa tuya.

Es que te dije blanco…

Ya, pero la semana pasada me dijiste negro.

Bueno, no sé, lo he pensado mejor.

Ah.

Y tu tiempo se te escapa entre los dedos, como arena seca de playa. Trabajas y trabajas, cuatro veces haciendo lo mismo, y una quinta si es necesario, porque alguien tiene una buena idea de última hora.

Luego está, por supuesto, la gran frase:

Si lo único que tienes que hacer es esto mismo, pero en “bonito”.

A la palabra BONITO le pasa como a power point, que lo carga el diablo. Todo se puede hacer más bonito, todo el mundo se lo imaginaba “más bonito” o “es bonito, sí, pero no me gusta”. Rigor científico, cero. Objetividad, nula. Incompetencia, toda.

Los días en los que se abre la puerta y entran los hombres grises en la oficina te agarras a la mesa y rezas para que termine el temporal. Como si fuera una reunión de ex compañeros de pillerías, se saludan los unos a los otros con familiaridad y confianza. Hasta ahí todo va bien. Cuando consigues aislar a uno y que te mire durante más de 2 minutos seguidos (ojo, dos minutos sólo son 120 segundos) puedes darte con un canto en los dientes. La única manera de que te preste toda su atención es tirarle de la manga y patalear en el suelo: lo arrastras hasta tu mesa, le das una silla y le dices siéntate, que tenemos que hablar de esto.

Yo creía que estaba todo claro…

¿Claro? ¿Cómo va a estar claro si llevas 3 semanas sin responder a un solo correo? ¿Cómo va a estar claro si dijiste “hablamos” y nunca llamaste? ¿Claro significa “ok” como respuesta a un mensaje de treinta líneas de consulta?

Y después, como si nunca hubieran estado aquí, reducen su vida a un maletín de ordenador portátil (ahora con ruedas, por supuesto, y en piel, con acabado retro, a un centenar de euros el centímetro cuadrado), levantan la mano por encima de su cabeza, sonríen desde el photocall y se despiden.

¡Hasta pronto! ¡¡Hablamos!!


Tus dudas siguen encima de la mesa; la lista de tareas pendientes, intacta. Pero ellos se han ido y tú has olvidado su existencia. Hasta que vuelvan.



Natalia Pérez Cameo, Zaragoza, Febrero 2012







viernes, 17 de febrero de 2012

Febrero. Balcón nocturno

El zenit de una civilización, ahora tan raída que permite mi disociación entre varios mundos con el dinero como característico pegamento, se manifiesta en este lugar donde la escalera de la razón proporciona los ingredientes y el sudor para el letal hechizo que transforma ese espacio suspendido de toda relación diurna en magia sin domesticar, sólo atada, y acotada, por los destellos rotos entre breves sonidos balbuceantes de una ciudad que aparece como el sueño de la verdadera lucidez; aquella en la que, licuada, me adelgaza hasta conectar con la disnea oxigenada de una sola dimensión marcada por luces asimétricas escupidas aleatoriamente, sin órdenes; estrellas, coches, faros o habitaciones rondando secretos, que se sitúan más cerca o más lejos de una extensión tan extraña para nuestras medidas que, por fin, puede parecerse a un hogar en el presente sin raíces; única naturaleza donde la sangre se redime en una experiencia amoral en el que el carácter radicalmente extranjero de nuestras largas piernas choca con el iris desgatado por las lágrimas producidas por aquellas luces que acallan, afean, todo color ahora pintado en su ausencia sólo susurrada por el movimiento de un viento altivo, libre porque aquí ya no debe contentar más peinados sin fe, recordándonos que en su territorio podemos ser abofeteados sin obligación de queja o sometimiento, ni futuros ni pasados, toque de atención a otro presente que pudo haber sido entre la maraña tililante expresada sin comunicación mediante golpes y desvanecimientos marcando historias propias, punzadas en el estómago raído puesto encima de la barandilla, justo al lado de brazos que terminan en unas manos enamoradas del tacto de aquel rostro en cartón piedra cuya intensidad es la misma que, y varía con, el paisaje; desaparecido en medio del alivio y la sonrisa de que, en ese preciso momento fuera del tiempo, no le importas a nadie, no necesitas palabras, ni relojes, ni facciones, ni posturas, ni recuerdos, ni anhelos; descanso mecido en una casa salvaguardada por esclavos invisibilizados y amos demasiado lejanos como para que cualquier peligro pueda conjurarse y rasgar la burbuja de sentido, infancia sin deseo ni futuro bajo pompas de jabón, que una vez desinflada me obliga a indagar en la rareza sustentada por la cotidianidad imposible de sublimar con el abrazo de los árboles cuyos reflejos piensan imágenes digitales y saben que es demasiado tarde para olvidar lo visto, la acera y lo experimentado en esa otra zona donde el ascensor es el rodeo vago que no debe llegar a ninguna parte de nuestros mapas.

Sandra Martínez, Febrero, 2012


domingo, 12 de febrero de 2012

La voz


Estabas a lo tuyo, trabajando, concentrada en ti misma y en nadie más. Uno de esos momentos en los que no hay más mundo más allá de tus auriculares, el ritmo que marcas con el pie y el tamborileo de los dedos de la mano izquierda sobre la mesa. En la derecha, el ratón, de aquí para allá como una centella. Esto un milímetro más allá, aquello bloqueado, lo otro delante de lo último, capa activa, capa bloqueada, y un montón de comandos que te sabes de memoria y no sabes cómo.

De pronto, si lo hayas oído venir, ni siquiera en lo más remoto de tu imaginación, escuchas una voz a tu izquierda.

-¿Qué estás haciendo?-la voz es áspera y seria, pero aunque suena dura quieres pensar que es por imposición de galones, por contrato. Una de esas voces que si te la cruzaras en el ascensor te preguntaría por el tiempo con una sonrisa. Crees que realmente no quiere ser duro contigo, pero su condición social se lo impide. Ante ti se encuentra, en persona, el director general. O el presidente. O lo que sea. La denominación nobiliaria te da un poco igual. Es el que más manda, vaya. Lo demás, sobra.

No te ha dado ni los buenos días. ¿Para qué, si es un semidiós? Eso es para pútridos y ruines mortales. Tampoco se ha molestado en carraspear antes de interrumpirte. No le hace falta.

-Ehhhhh......-de todos los vocablos, te sale un eh. Con la E muy larga, claro. Como si fueras una oveja acojonada. Podrías haber dicho nada, como si se lo dijeras a tu padre cuando sabes que te va a caer una bronca. Pero has dicho EH. ¿Es acaso decente? te preguntas. ¿Cuatro años de formación para acabar diciendo eeh?

Cuatro pares de ojos se clavan en ti y tú rememoras un clásico.

¿Acaso si me pincháis no sangro?

-Estoy haciendo ESTO-y escupes la frase y la explicación con la misma voz con la que presentaste el proyecto final de carrera. Los cuatro pares de ojos se retiran de tu nuca y ya no sientes que te tiemblen las rodillas.

Uf.

Va a ser verdad, es mortal.

Por debajo del tupé atisbas que la frente se le arruga, igual que el bajo del pantalón de traje. ¿Una mueca? Para empezar, el señor director general, que vive y domina el tercer piso, no suele bajar a galeras a ver cómo reman los esclavos. Él es un señor de corbata y no mancharse. Tú acabas de llegar y no te esperabas esto. Quizá es normal, piensas, una bromilla de novatos. Lo de presentarse así y hacer "¡buh!". Por la cara que han puesto los demás. No, no lo es. Resulta que va en serio, alguien se ha fijado en tu trabajo y se ha parado a preguntarte por él.

Cuando el señor del traje se marcha escaleras arriba y mientras escuchas el eco de sus suelas retumbando por el edificio, sientes que has estado a la altura, que no solo de novatadas se vive y que, desde luego, ahora no puedes echarte a dormir.

Natalia Pérez Cameo, Zaragoza, Febrero de 2012




domingo, 5 de febrero de 2012

Líneas


Piensas en ideas brillantes que tan solo los sueños te podían ofrecer. Como ya habías escrito antes en otra parte en el mismo lugar. Duraba un parpadeo a ritmo de fotogramas. Películas que te habían contado, trabajado duro y reafirmado en ti. Trazabas una línea que pensabas que había que seguir.

Estabas perdido en un lugar en tu mente.

Colecciona tus tachones en libretas revueltas.

Un ir y venir que no llega a ninguna parte.

Pensabas en otras cosas, aspirabas y soñabas. Tantas veces te habían repetido que había que ser el mejor que casi no sabías pensar otra cosa. Un monótono tema del venir que no llevaba a ninguna parte. Pensabas que pensabas.

Ahora sonríes.

A ratos escribes en papeles que nadie lee.

Tratando de romperte entre el valor de la cabeza de un gato. Definiendo lo parcial para perderte en lo imparcial. Encuentras cosas para recrearte en lo que los otros ven como  estar fuera del camino. Hallar el valor de la vida en la sonrisa callada cuando todos hablan de caídas pero nadie te dice que puedes levantarte.

Como tostadas untadas en mermelada en tu almuerzo, de repente paras de enloquecer para mirar hacia la cordura con un poco de nostalgia.

Cometes una estupidez, sabiendo que lo es.

Seguir adelante con paso firme, sabes que alguien ya lo ha dicho antes. Aprendiendo de tu error al hacerlo tuyo. Los demás no te dirán que lo hagas, nadie te dirá que te escuches. Todos pedirán que escuches lo que te dicen, no leas lo que te escriben, no dejes que mis negativas sean las tuyas.

A veces debes preferir los moratones a las rodilleras, señales de valor y no de seguridad.

Ahora sonríes.

Cierras los ojos para escuchar la música que suena y no leer.

Ese ruido del que habla el silencio, mientras te echan para abajo unas ideas que intentas hacer tuyas a base de no pocas negaciones. Vuelves a negarte a rendirte. Actuando con la testarudez de la juventud para encontrar la perspectiva de la experiencia.

Un error, otra lección.

Vives con la causa que es tuya, que te deja a los resultados de las leyes de tu vida. No ser un valiente pero no un temeroso. Alguien que va haciendo su vida en los lugares que visitas entre guiños. Parando a disfrutar cuando encuentras algo que da miedo. Transformándote al escribirte en tus notas.

Ahora caminas.

Siempre tropiezas.

Sabes que no hay que saber lo que te habían enseñado. No olvidas sino aprender a no saber nada. Miras hacía la cordura para volver a la locura de luchar. Siempre un poco más. Otra vez más.

Leyendo entre líneas, para encontrarte escribiendo tu discurso.




Gabriel Jiménez Andreu, En ruta, 2012






viernes, 3 de febrero de 2012

Febrero. Biblioteca

Sólo las palabras dando vueltas entre sí podían reflejar el contorno de unos ojos lejanos, dañados por la exposición a una radiación invisible que le comunicaba a través de una pantalla lugares inaccesibles de otra manera y que, en cierta medida, le salvaban de esos rostros de sonrisas rígidas, imposibles ante sí, charlando en círculos más ajenos que cualquier aparato tecnológico, entre las pisadas sin principio ni final de aquel recinto donde la cárcel no se encontraba en sus paredes sino en las crecientes cicatrices en las ropas clónicas, por miedo a morir, muerte a cambio de muerte, de todos los pies enfundados en plásticos o pieles cuya única finalidad era mantener en constante movimientos unos cuerpos dependientes de miradas extranjeras e insignificantes, encerradas en un mundo propio, pero clónico, de deseos futuros con carne del presente hastiado no por sus estudios, sino por la presión de fallar en la única carrera que a día de hoy no había sufrido los estragos de la empresa; la de la imagen impoluta, sumisa y sádica, esclava y dueña del resto de manos, uñas y articulaciones capaces de no desprender un olor demasiado fuerte, o demasiado imperceptible, que suscitara un dedo acusador, proyector de una distancia mucho mayor que cualquier red social creada para satisfacer el mismo estado mental, quizás ampliado, que se daba en este peculiar espacio libre y, por ello, uniforme en sus caudalosas aguas cuyo fluir arrancaba matojos, ahogaba piedras, protegía peces… en diferentes puntos del trayecto, diferentes años atravesados por ruidos inseguros; susurros que buscaban trascender al interlocutor y conjurar un secreto a voces; tapones en guerra contra la pérdida energética bajo el discurrir del conocimiento “salvador” y los guiños perniciosos; relojes enfrentados en interpretaciones temporales divergentes e irreconciliables ya que, en este caso, la edad del tiempo le había levantado unas astillas irreversibles en la piel tersa a medida que aumentaba el reconocimiento social; ese número de créditos en donde su incremento, al contrario de las máquinas recreativas, auguraba el fin próximo de una vida miserable pero, al fin y al cabo, su vida; la única vida que, bajo la sangre marchita y los clichés introductores de normalidad, podía sufragar desde una clase, un barrio, un sexo, una altura, un color, un lenguaje… suma única y reincidente todavía capaz de mentirse y producir sonrisas sinceras, posibles a través del espacio artificial del día y la noche de aquella arquitectura diseñada a modo de bunker; como si todos los presentes tuvieran el miedo rígido de aquél abandonado en un lago helado demasiado herido como para soportar el peso de la rápida respiración exhausta.

Sandra Martínez, Zaragoza, Febrero 2012