viernes, 22 de marzo de 2013

Álbumes. Chet Baker - Let's Get Lost (1929-1988)




“Quiero creer que con estos futuros gestos pueda cambiar el pasado manchado por el murmullo del ruido de motores”
           
Vuelvo a inventarme aquel bar chic, allí donde nos gustaría haber tenido esa última conversación frente a los cristales que dejaban pasar, o imaginaban, unas vistas al río iluminado artificialmente, premeditadamente y sin importar el precio. Nada de estatuas de yonkis reunidos alrededor de hogueras, frío e historias tatuadas en sus ropas, manchadas y agujereadas con una profundidad en las antípodas de la que practica dentro del establecimiento un gentío aparentemente cosmopolita, el cual, sólo por hoy, tiene tantas experiencias importantes que compartir sin secretos que, debiendo aprovechar cada instante súbito, no el siguiente, luchan por hacer prevalecer su grito y así conservar sus cruciales historias. Pero a nosotros nunca nos importó el jaleo, absortos tras los tragos de unos vasos jugando con el líquido y las luces de tal manera que la estancia desprendía entre sus taburetes y grifos el aroma de barco…

“Barco… No debí decir esa palabra. La he vuelto a cagar; ahora volverás a escaparte o, mejor dicho, no he podido evitar que te escaparas”

Ruido de motores, bocinas y pitos bramando sin lengua. Cantos de sirenas ocultando el ritmo de los pasos disciplinados, utilizando al humo para borrar las huellas de nuestro rincón; desecho con tal tiento que éste no se evaporó simplemente o se rompió en pedazos, sino que fue pelándose por capas, eliminando todo resto de glamour y moda, devolviéndonos como resultado al mobiliario del hostal de mala muerte en el que ni siquiera el gris era un color.

“Dejarnos un momento, por favor. Unas imágenes más, sin cadencias, sin tumbos de mareas al zarpar”

No he podido evitar que ese pasado sea el pasado, haciéndose realidad y marcando el presente, repitiendo la repetición. Por mucho que rebusque en mi memoria no te voy a poder encontrar. Otro país sin idioma, allá donde no vale el vudú que me hacías, consciente o no del daño. He fracasado otra vez en frenarte antes de que echaras a correr sin importar que yo fuera el que quería escapar de toda una lista de acepciones de “el Mal”. Huyendo rumbo a un olvido forzosamente encontrado en la clase social fantasma de occidente: Aquel marinero o polizonte disfrazado, con la libertad de escorarse hacia el lado que le convenga para evitar esas responsabilidades que siempre nos provocaron risa franca.       Algún día, si lo consigo, debiste explicarme por qué perderás todos esos años en el sonido del navío al partir. Ahora que sé que sólo podía ser un barco; la carretera era demasiado fácil, el aire algo frágil. Poco importa que te fugaras andando y sin bruma.

– Lo sé, lo sé. No había fuerzas en tu voz y todo hasta ahora ha tenido que ver con los sonidos. Pero, ¿y si te digo que nunca jamás dejaré que estemos solos?

– ¿Cuánto valen las promesas cuando la música se encuentra cubierta por una malla que hace rebotar al sonido hacia su origen?

Entonces me veo a mí alejándome de él y preguntándole,

– ¿Por qué partí en ese barco?

– ¿Por qué partiste sin avisar?

– ¿Qué significa despedirse sin adiós?

– ¿Qué hicimos cuando dijimos adiós sin despedirnos?

No me malinterpretes y te aceleres, hermano. Ahora que he conseguido que volvamos a conversar… Detenerte no significa retener la huida, ser la saeta del reloj que obliga a trazar un círculo al tiempo. Eso no es justo. Estando lejos quizás tengamos el oxígeno suficiente para habitar lo anterior y los abrazos, pasos sin recuerdo, no nos asfixien.

Como ves, no quiero hacer memoria, es el único trato que respetamos de cuando nuestra hermandad se saltaba el pivote del padre para trazar directamente el vínculo entre un abuelo y una abuela; dando respuestas diferentes entre sí a preguntas que nada tenían que ver.

Pacto trazado en este presente constituido por un pasado que ha evitado la ruina del recuerdo para forjar otras posibilidades de futuro sin agotarse en un rostro, pues se ha alcanzado uno de esos momentos místicos –o misterio todavía no organizado alrededor de ninguna trama; caso irresoluble dejado junto a la marea y sus motivos– en los que dos voces distintas coinciden sin llegar a un orden. Zigzagueos por el mismísimo ritmo, sin respetar un mobiliario con cierta melancolía en su delicada posición especial.

Sin puntos comunes más allá de líneas neutras como éstas, sin poder decir nada, solamente seguir de lejos las muecas, dos océanos, que se salpican sin tocarse justo cuando estos dos hermanos… no se acordaron a la vez uno del otro, sino que decidieron retomar lo abandonado sabiendo que nunca más se verían.


Úrsula, Barcelona.

miércoles, 20 de marzo de 2013

La ramera y el hielo


-Cómprame de este hielo, que es el mejor-el esquimal miró al mercader con recelo y volvió la mirada a su iglú.

-Pero si ya tengo mucho-replicó. Todo era hielo a su alrededor- ¿Para qué quiero más?

-Cierto, ya tienes mucho, pero no tienes de ESTE. ¿No lo ves? Mira bien, huélelo. Es más blanco y está más frío.

-Pero es más caro…-insistió el esquimal.

-¡Vamos hombre! ¡Tienes que mirar más allá! Piensa en el beneficio, piensa en que todos tus vecinos te admirarán por ello. ¡Qué manía tenéis los esquimales con el dinero! El que algo quiere, algo le cuesta. Y no es para tanto. Si puede permitirte un iglú con chimenea, esto también. Hay que marcar la diferencia.

El esquimal dudó un momento. El mercader había insistido mucho en sus bondades como comerciante, en la calidad de su nuevo producto, en lo bien que le sentaría. Era cierto que tenía un iglú con chimenea, pero aquello había sido una gran inversión y le proporcionaba calidad de vida a su familia. No era un esquimal derrochador.

Obediente, le compró el hielo al mercader.

Después de todo, le había puesto muchos ejemplos de éxito y también quería eso. Éxito”

Después de leer esta historia, no sabes cómo terminarla. ¿Arderá el hielo cuando ponga la calefacción? ¿Será en efecto cierto que era mejor que el hielo que ya tenía?

Hay varios tipos de mercaderes, que básicamente se resumen en dos. El mercader comercial, que en vez de clientes ve símbolos de dólar, y el mercader artesano, que en vez de hielo ve criaturas mágicas fruto de su esfuerzo.

Existe un modelo de negocio actual por el que el segundo tipo de mercader sólo es un obrero (y ya es un piropo) y al primero se le llama visionario. Éste, a su vez, tiene un arma poderosa guardada bajo el cinturón, al resguardo de la entrepierna, sudada y sobada: el Elitismo.

Personalmente te desagrada el término, te da ascazo, náuseas, te sale urticaria, te quita el sueño.

A ver, señores, una cosa es segmentar el mercado y otra ser elitista. O eso te enseñaron a ti. Ser práctico y tener un objetivo no es ser elitista. Encontrar un nicho de mercado no significa que tengas que escudarte en la élite. La élite no justifica la prostitución del diseño.

O a lo mejor el problema vuelve a ser tuyo y te equivocaste de profesión. Si quieres que te tomen en serio, tienes que incluir manzanas en el menú, al parecer.

Si no, es que no es para tanto.

“No se pudo convencer al cliente de que la app costaba 2,5€ hasta que no supo que aparecería su nombre. Entonces le encantó”. Guay. Pues vale. Te lo compro, a nadie le amarga un dulce. Pero si quieres captar al cliente de tu cliente (media de edad, 55 años; conocimientos de app: nulos), ¿cómo lo haces? Porque primero tienes que convencerle de que tiene que gastarse unos 600 en poder acceder a tu producto.

“Ahí está a gracia, en ser elitista”.

Y entonces es cuando se genera una subespecie humana tan elitista tan elitista, que después de pulsar un botón genérico de ON, pregunta:

¿Alguien sabe usar un pecé?

Y no solo tú pensarías, además de puta, pon la cama.




Natalia Pérez Cameo, Zaragoza, Febrero 2013







domingo, 10 de marzo de 2013

ESPACIOS HABITADOS. Marzo. Luces y fotogramas


¿Acaso ese camino cuyo mapa manchado de direcciones se encuentra desdibujado al tropezar con una franja temporal, subsumida al espacio, que se atreve a hacer estallar la luz en una miríada de colores en fuga de dos, de tres, de diez, de tres y un sexto, ante un cronómetro cruel que enterrará toda aventura a cambio de habladurías, falsos opuestos, noche y día, señalando el toque de queda –marcado todavía por extraño que parezca hoy en día, por un reloj incluso más caprichoso, el afinado por la parrilla televisiva–, aquella conversión drástica hacia otras reglas, hacia la Otra ciudad con sus refugios y sus peligros; ya se había pronunciado hace tiempo, ignorándolo por extranjero, sobre esa peculiar secuencia que enlaza un sentimiento de atracción tan potente que la extensión y la intensidad se confunden respecto del sentido habitual, provocando el gesto contrario al de, por ejemplo, “el amor”, esto es, en lugar de ver en todas partes a lo amado, de transformarlo en extensión, y, en su presencia, disfrutarlo en una intensidad que no necesita coordenadas, se mezclan los efectos dando lugar a la intensificación de todo ese espacio ausente, olvidando rellenarlo, y la espacialización de una aparición vista como puntos y desplazamientos; con otro de repulsión ferocísimo, cuya voracidad no tiene que ver con la imposibilidad de percibir sino con la creación de un campo de batalla en el cual extensión e intensidad son inseparables, allí donde bajo cada baldosa aguarda una mina; intrincados en un juego ajeno al vaivén de extremos o a dialécticas positivas y negativas, sucediéndose bajo la lógica de unos fotogramas no sometidos a ningún bucle en tanto, imparables e independientes, se desligan de las imágenes y la narración, produciendo un extra que no puede remitir ni a una superación ni a un origen, impidiendo así todo fin en favor de misteriosas desapariciones, en las que la muerte no tiene mayor peso que el aburrimiento o la distracción, revividas cuando el eterno retorno torna desafío irónico impotente  pero obstinado en la duda de si su trabajo, entendido como repetición, será mera futilidad, haciéndose asimismo la pregunta de si acaso aquellas otras luces 

Sandra Martínez, Zaragoza, Marzo 2013